Cómo embaracé a mi madrastra [2] Un accidente


 Todavía adormecido, me giré en la cama para tratar de seguir durmiendo. Los gritos de Natalia me sacaron de mi letargo y pude escuchar la conversación que derivó en discusión y furia contra mi padre.

— ¡Eres un hijueputa, Eusebio! ¿Qué coño es todo esto? — se la oía desde toda la casa. Su voz era escandalosa, rebotada en la casa como truenos.

Nunca la había escuchado tan alterada. Ella tenía carácter, sí, pero esta vez ardía de furia.

— ¿Es que no vas a decir nada? — continuaba, con la respiración agitada.

Me levanté despacio, apoyando los pies muy suavemente en la madera del suelo para no hacer ruido y me acerqué a la puerta para poner la oreja. Contuve la respiración manteniendo un silencio tenso.

— No es lo que parece… —trataba de disculparse mi padre, con la voz temblorosa de cuando está acorralado.

— ¡No me mientas maldito! ¿Usted se cree que yo soy una pendeja? —se escuchó un “plas”, que a todas luces fue una bofetada en la cara de mi padre. Un golpe seco que me hizo cerrar los ojos, como si la hubiera recibido en mis carnes.

El carácter de mi madrastra era muy fuerte. Ninguno de nosotros se permitía el lujo de llevarle la contraria cuando ella se enfadaba, casi siempre con razón.

El portazo que dio mi padre al salir resonó en toda la casa, desde mi habitación lo pude sentir como si estuviese delante de la puerta.

Tras irse para no dar explicaciones, o escapar de Natalia, lo siguiente que escuché fue el llanto de ella en el salón. Tardé varios minutos en salir. No sabía muy bien cómo reaccionar ante lo que acababa de escuchar.

Pasada media hora, me armé de valor y salí de la habitación. Me la encontré en la cocina, batiendo con fuerza la cuchara en la taza de café, como si quisiera crear un torbellino. El líquido salpicaba los bordes al ritmo de su mano crispada.

Me quedé en la puerta, pasmado, mirando cómo su furia continuaba y ahora quien la pagaba era la taza. Los rayos de sol de la mañana brillaban en su camisón gris de seda que parecía era lo único que llevaba puesto; el tejido se ceñía a sus curvas, y en el cruce, la ausencia de sujetador se delataba. No podía apartar la mirada del escote que asomaba con brío entre el tejido. El vaivén de su respiración agitada me hipnotizaba. Tragué saliva.

Se percató de mi presencia y me dedicó una sonrisa triste, pero reconfortante, mientras se sentaba en la silla y posaba su taza en la mesa. El aire cálido comenzaba a entrar por la ventana.

— ¿Quieres desayunar mi amor? ¡Vamos a comer algo que necesitas empezar el día con fuerza! —su voz sonó suave, trataba de esconder sus sentimientos.

Preparó la mesa y sirvió varias tostadas, mermeladas y embutidos para desayunar. Me atreví a romper el silencio y a abrir la caja de Pandora con mis comentarios.

— Os he escuchado gritar esta mañana, ¿va todo bien?

Se giró hacia mí, tratando de disimular el ceño fruncido mientras untaba con rabia mermelada de fresa en su tostada.

— Ay, mijo… —dejó escapar las palabras en un susurro—. Tengo problemas con tu padre… pero mejor no hablemos de eso. Cuéntame tú, ¿qué te pasa? Te veo achilado…

— ¿Achilado?

— Sí, triste, mijo —me explicó.

— Pues un poco sí lo estoy. Estoy un poco harto de ser cómo soy, estoy harto de que mi padre se piense que soy un inútil…

Dejó la tostada a medio untar en el plato y apoyó los codos en la mesa, mirándome fijamente. Sus ojos negros reflejaban algo más que lástima: era comprensión, como si ella fuera amante de esa sensación.

— Mira mijo —me señaló con el cuchillo— no dejes que las palabras de tu papá te carcoman. Es un amargado y la gente así solo reparte veneno. Tú tienes un corazón grande… yo lo sé… y eso es lo que importa en esta vida.

Bajé la mirada a mi plato, jugando con las migas con mis dedos.

— ¿Y de qué me sirve tener un gran corazón? No sé qué quiero hacer… no soy bueno en nada… las chicas no se fijan en mí… ¿Sabes que no he ni siquiera besado a ninguna?

— No digas eso mi Danielito. A veces uno anda perdido buscando un camino, pero eso no significa que no haya un camino para cada uno. —Se acercó con su voz más dulce todavía—. Yo también me he sentido así, muchas veces, ¿sabes?

La miré con sorpresa.

— ¿De verdad?

— ¡Claro! Mi vida no siempre ha sido chévere. Cuando llegué a este país me sentí perdida, no encontraba mi camino. En mi tierra, en Colombia, allá la vida no es fácil, pero al menos reímos, bailamos, no abrazamos… aquí me he sentido que no solo el frío está en el invierno.

Su voz comenzó a quebrarse recordando con nostalgia su tierra. Apartó la mirada, escondiendo su vulnerabilidad.

— Seguro que tu país es muy bonito.

— Es muy lindo, mijo. Las montañas, el olor a café… pero tiene su parte mala, como todo en esta vida. —sonrió, con orgullo y nostalgia.

Nos pasamos casi toda la mañana hablando, abriéndonos el uno al otro, cada palabra suya se metía más y más dentro de mi mente y corazón. Sentí que no estaba solo.

Tras esa conversación, ambos nos animamos y a mediodía, con su energía habitual recobrada, me revolvió el pelo.

— Bueno, ya está bueno de estar encerrados. Nos vamos.

— ¿A dónde?

— Vas a probar la comida colombiana, Danielito. Si no puedes ir a Colombia, Colombia vendrá a ti. Acabo de reservar un restaurante, mi amor.

En menos de media hora estábamos subidos en su coche, dirigiéndonos al centro de la ciudad. Natalia irradiaba felicidad, animada, ilusionada por compartir algo de su tierra conmigo.

El restaurante era pequeño, una tasca con mesas de madera y manteles de los años noventa, banderas de Colombia colgadas en las paredes y de hilo musical… vallenato. El olor a comida casera inundaba el local.

— Aquí sí saben hacer comida de verdad. Nada que ver con la comida de acá —me tendió la carta en su mano.

La ojeé, leyendo los platos típicos, pero no entendí mucho…

— No sabes lo que es cada cosa, ¿verdad? —se rio y me quitó el menú— ¡Yo pido por ti!

Minutos después, la mesa estaba repleta de platos. Me sirvió una bandeja de arroz con frijoles, arepas de carne mechada y queso y un patacón con guacamole. Yo bebía mi agua mientras ella degustaba un vino moscatel.

Probé de todo, los sabores intensos se mezclaban en mi boca.

— Esto está increíble —admití, limpiándome con la servilleta—. No sabía que era tan buena la comida colombiana.

Natalia, que comenzaba a estar afectada por el vino, soltó una carcajada y dio un trago a su copa.

— Te lo dije, mi amor, la comida colombiana es puro amor.

— ¿Eso es moscatel?

— Sí, me gusta lo dulce —dijo, alzando su copa—. Como tú.

Me sonrojé.

Continuamos la conversación. Yo me sentía libre, y comencé a hacer bromas. En medio de una de mis historias, Natalia se reía tanto que tuvo que llevarse las manos a la boca para contener las carcajadas. ¡Su risa era contagiosa!

— ¡Ay Danielito, no me hagas reír que me voy a ahogar! —dijo, entre risas.

Se me ocurrió en ese momento seguir bromeando e imitar su acento colombiano.

— ¡Pero mija, así somos los de Medellín! —dije, levantando las manos en un gesto dramático, como un actor de telenovela.

Ella no contuvo sus carcajadas y se inclinó hacia atrás en su silla y yo, con las manos levantadas en el aire, esperaba su reacción.

Entonces ocurrió.

Un camarero joven y nervioso pasó detrás de mí y, al girarse tropezó con la pata de mi silla y perdió el equilibrio. La bandeja que llevaba se inclinó y la sopa hirviendo cayó directamente en mis manos, que seguían en el aire por mi tonta imitación. El líquido ardiente me empapó las palmas de las manos.

— ¡¡AAAAAAHHH!!! — grité de dolor, tirando la silla hacia atrás para apartarme.

El camarero no sabía donde meterse ante la mirada inquisitiva de Natalia, que se había levantado para limpiar el desastre, pero el daño ya estaba hecho. Mis dos manos estaban enrojecidas y temblorosas.

Terminamos en urgencias. Yo pensaba que era una exageración, pero al ver las ampollas que se formaron entendí que no era leve. Los médicos me aplicaron una crema y tendría que tenerlas vendadas varios días para evitar infecciones.

De regreso a casa, sentado en el sofá, no sabía si reírme o llorar por el accidente.

Natalia me miró con ternura.

— Danielito… qué pena que acabara así la comida… al menos ahora tienes excusa para que te cuide unos días —dijo con esa sonrisa pícara que me desarmaba.

El calor era asfixiante y decidimos dormir un rato. Natalia se tumbó a mi lado en la cama para estar atenta a mí, con un short corto y un un top, blancos, que se adhería a su cuerpo por el calor. Cada vez que se cambiaba de posición, podía oler el dulce aroma a coco y vainilla de su larga melena.

— ¿Te duele mucho, mi amor? —susurró, girando su rostro hacia mí.

— No tanto… —dije, aunque la verdad es que me ardía más de lo que quería admitir.

Ella sonrió de medio lado, curvando sus labios con ternura, y me acarició la mejilla.

Tragué saliva. La habitación se sentía más calurosa de repente, y no era solo por el verano.

Nos quedamos dormidos. Natalia se giró y yo, medio dormido, me recosté tras ella, recostando mi pierna en medio de las suyas. Sentía el calor en su piel morena.

Adormecido y excitado, con las manos envueltas en vendas y el corazón latiendo más rápido de lo normal, sentí cómo mi pene comenzaba a agrandarse en medio de sus nalgas.

Sentí cómo ella se estremecía levemente, sus caderas se movieron lentamente arriba y abajo, como un baile erótico, propiciando el clímax de mi erección. El calor nos unía. Yo no podía evitar, ante la excitación que me envolvía, seguir sus movimientos con mi pelvis.

Ella terminó su adormecimiento y se giró para mirarme. Agarró mi cara y me besó. Sus labios cálidos y suaves se moldearon contra los míos con dulzura. El sabor del moscatel todavía estaba en su boca. Fue un beso pausado, húmedo, carnoso. Sus labios se entreabrieron y su lengua rozó la mía, lento, provocador, como si quisiera saborearme con la misma pasión de la que disfrutaba su copa de vino.

— Ahora ya sabes lo que es besar, Danielito —susurró, lamiéndose el labio con picardía.

Supe en ese momento que jamás olvidaría ese sabor.

Mi madrastra se incorporó y se sentó encima de mí. Con su short rozando mis calzoncillos.

— Ahora tendré que ayudarte con esto —me dijo acariciando la erección a través de mis calzoncillos.

No pude contestar. La situación era surrealista y excitante a partes iguales. La deseaba.

— Relájate, ¿sí? —me dijo mientras liberaba mi polla de la ropa interior.

Su pelo liso y negro caía hasta cubrir la cima de sus pechos. Sus dos manos comenzaban a masajear mis testículos.

— ¿Esto no está mal? —pregunté.

— Tú no puedes usar tus manos, tengo que ayudarte. No te sientas tenso, mijo… —me guiñó un ojo.

El vaivén de su cadera hacia mi pubis me extasiaba. La erección que tenía era inmensa, no había visto mi polla crecer tanto, jamás.

— ¿Qué rico chimbo tienes, mi amor?

Su mano izquierda agarró mis dos testículos, separándolos de mi pene, que estaba ocupado con su mano derecha que lo masajeaba.

— Te voy a pelar la cabecita —susurró mientras, agarrando mis testículos, tiraba del prepucio para descubrir mi glande.

El frenillo se quedó tirante, mi polla estaba extra sensible. Con la yema de su índice, frotó el líquido pre-seminal para untarlo en todo el glande y, seguidamente, llevarlo a su lengua para saborearlo.

Su mano rotaba en la base de mi pene, lenta, sin prisas, disfrutando el momento.

— Respira despacio, Danielito, y disfruta el momento —acarició mis michelines con su otra mano, la que estaba en mis testículos.

Yo no podía más que gemir, inclinar mi cabeza hacia atrás, como muestra del éxtasis que me estaba proporcionando.

Retomó, con sus dos manos, el masaje. Tirando la piel bien para atrás para tensar el glande.

— Vamos a mejorarlo, amor. — se destapó, con ese toque sensual que ella sabe cómo practicar, su pecho izquierdo.

Su gran seno natural se quedó descubierto, balanceándose suavemente con el movimiento generado por la masturbación que me estaba practicando, como una coreografía al ritmo de su sensualidad y feminidad.

— ¿Te está gustando, mijo?

Asentí, apretando los labios.

— Quiero que respires hondo y aguantes la respiración. —me dijo manoseando su pecho, mirándome con sus ojos penetrantes—. Cuando termines, expulsa todo el aire que hayas contenido. ¿Bien?

Inhalé todo el aire que pude, lo contuve, para que Natalia comenzase a aumentar el ritmo de su mano en mi polla.

Ella gemía, moviendo sus caderas encima de mí, aumentando el ritmo con su mano.

Fuerte. Arriba, abajo, hasta mis testículos.

— ¡Aguanta! — continuaba cada vez más rápido— ¡vamos a sacar toda la leche!

No aguanté más, Natalia me estaba llevando al éxtasis, y con mi pubis empujando terminé por correrme.

— ¡Suéltalo ahora!

Exhalé todo el aire mientras el semen salió despedido y bajó a través de sus dedos, mientras ella disminuyó el ritmo hasta un ligero masaje que acompañó a las últimas gotas de líquido.

Levantó su mano para mostrarme cómo la corrida espesa se pegaba entre sus dedos.

La puerta de la casa sonó mientras ella se limpiaba la mano con un papel. Era mi padre, que había llegado temprano, por sorpresa, ese día.

Mi madrastra actuó como si nada. Aún se le notaba el enfado con él. Yo tardé unos minutos en aparecer a su vista, la vergüenza se había apoderado de mí. Mi madrastra me había hecho una paja.

Mi padre, al verme, se fijó en mis manos vendadas, solo me dijo:

— ¿Qué le ha pasado al inútil?

Continuará…

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Comentarios

  1. Excitante relato! deseando ver cómo termina preñándola!!

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  2. Fantástico relato. El ritmo y el desarrollo logradísimos. Morbo "in crescendo" usando un español bonito y nada grosero. Enhorabuena

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  3. Gracias por vuestros comentarios :) . Espero no defraudar en las siguientes entregas.

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  4. Me ha encantado la forma en que has llevado la historia de menos a más. Espero ansiosa la próxima entrega!😏

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  5. Jajajaja se va a enredar todo

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  6. Super exitante el relato espero ansioso la continuación

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