Mi vecina embarazada [Parte 3]

 


GABRIEL

Cuando me enteré de que Virginia se había mudado, me entristecí. En ese momento no teníamos modo de contactar. No teníamos ningún conocido en común. No tenía su número de teléfono. Tampoco su nueva dirección. ¡Ni siquiera sabía sus apellidos!

Con el paso de los meses, su recuerdo se fue desvaneciendo. Pero jamás del todo. Conseguí centrarme, terminé el instituto y me matriculé en Ingeniería electrónica en Madrid. Allí me pasé viviendo casi 20 años.

Terminé la carrera y comencé a trabajar en una empresa de aviación. Durante todos esos años no conseguí olvidar a Virginia. Cada mujer embarazada que veía me recordaba a ella, esperaba que se girasen y ver su cara. No ocurrió.

Me casé dos veces. Con sendos divorcios. Ninguna relación que tuve llegó a funcionar.

Hace unos meses, veinte años después de Virginia, decidí regresar a Barcelona.

Con los 38 años recién cumplidos, el gris del tiempo comenzaba a hacer su aparición en mi pelo. Ya no llevaba melena adolescente, ahora pelo corto bien recortado y perfilado, aunque había conseguido mantener un buen tipo. Genética, supongo.

Compré un piso en el centro, cerca del El Raval, y también un local en un bajo para montar mi propia tienda de electrónica en donde repararía y me dedicaría a la venta al por menor. Estaba cansado de tanta presión en la capital.

Fue una tarde, mientras tomaba un café después de comer en un restaurante cuando la vi.


VIRGINIA

Tras dar a luz, me pasé varias semanas en el hospital por complicaciones en el parto. Mis padres finalmente consiguieron lo que llevaban semanas buscando: terminé mudándome con ellos de nuevo. Necesitaba cuidados después del parto tan complicado que había tenido.

Ellos se encargaron de recoger todas mis cosas en el piso en que vivía. También, con mi autorización, consiguieron venderlo a través de una inmobiliaria. Tras perder mi trabajo y en mi nueva situación, fue la mejor salida para no arruinarme.

Pasaron los meses y tomé un día valor para acercarme a la casa de Gabriel. No había nadie, pero una amable vecina me contó que se había ido a estudiar a Madrid.

Aunque sentí una pena enorme por no verle, pensé que era lo mejor. Que se olvidase de mí y de los problemas que le ocasionaría. Seguro que reharía su vida y le iría estupendamente sin mí.

Por mi parte, me pasé casi un año viviendo con mis padres hasta que por fin mi situación se normalizó. Con mucho esfuerzo conseguí encontrar trabajo en una asesoría nuevamente. Eso me sirvió durante años para poder ahorrar y, cuando llegó el momento, abrí mi propio negocio. En casa. Desde ahí y con las nuevas tecnologías, internet, el teletrabajo, me ocupé de dar asesoramiento fiscal a empresas y particulares.

Jamás volví a tener una pareja estable. Tras el desastre de Lucas, y lo que sentí en esas semanas por Gabriel, decidí que estaba mejor sola.

Pasaron veinte años desde la última vez que vi al adolescente que me ponía tan caliente. Yo ya había cumplido los 54. No sabía que le volvería a ver pronto.


GABRIEL

Todas las tardes, tras comer, paraba en el bar de Anselmo. Me tomaba siempre un café cortado. A veces algún chupito. Fue esa tarde cuando la vi.

En una de las mesas del fondo estaba ella, con la nariz roja, las mejillas mojadas por sus lágrimas que trataba de secarse con las manos. Hubo un momento en que se le cayó el teléfono al suelo, intentaba inclinarse sentada para cogerlo, pero con su panza era imposible. Tomé una decisión, ayudarla. Me acerqué. Ese gesto de ayuda cambió mi vida.

No tendría más de diecinueve años, pensaba yo.

“Tan joven y preñada, ¡qué pena de juventud!” – pensé para mis adentros.

Al estirar la mano con su teléfono vi su mirada, sus ojos marrón roble lacrimógenos me inspiraron mucha ternura. Como si los hubiese conocido, en otra vida, en otra parte, no lo sé. Llevaba su pelo castaño recogido en una pequeña coleta que apenas lo sostenía, tenía el largo justo para recogerlo y poco más.

· Gracias señor – me dijo secándose con un pañuelo.

· No hay de qué. Pero por favor, nada de señor que aún soy muy joven – bromeé.

· Perdona. La costumbre – sonrió.

· Perdóname tú si me meto donde no me llaman, pero creo que no te encuentras bien. ¿Te puedo ayudar?

Con las dos manos intentó secarse toda la cara, tratando de que se secase y con el gesto su tristeza.

· La verdad es que he tenido días mejores – sonrió de nuevo.

· Hay días de mierda, es cierto. Pero eso quiere decir que pronto vendrá un día mejor.

· Cierto. Si quieres ayudarme, ¿por qué no te terminas el café de la barra sentado aquí conmigo? Así me haces compañía.


MIRIAM

Fue una tarde, después de llorar largo y tendido en el fondo del bar, cuando se acercó a mí para ayudarme. Ahí empezó lo nuestro.

Se sentó a hacerme compañía y charlamos de todo y de nada. Si profundizar.

Como un impulso, me pasé las siguientes semanas acercándome a ese bar solo para coincidir con él. Nos fuimos conociendo y nos contamos nuestras vidas por fascículos, entre cafés, tés y refrescos.

Aunque él era de las afueras de Barcelona, había estado fuera casi 20 años en la capital. Divorciado dos veces, había regresado para estar en su tierra y montar su propio negocio tranquilamente. Era muy sexy, algunas canas brotaban de su negro pelo. Me encantaba. Se conservaba muy bien. Alto y fuerte, no fuerte de gimnasio si no de complexión. Supongo que algunos tienen mejor genética que otros.

Yo, por mi parte, siempre había vivido en la capital. Desde que mi madre me tuvo vivimos juntas. Ella siempre me ha ayudado con todo y ha sido muy comprensiva conmigo. Incluso cuando se enteró que me había quedado embarazada.

Por aquel entonces mi apetito sexual se había despertado hacía tiempo y una noche decidí estrenarme con Fran, mi novio y compañero de clase del Grado que estudiaba en Educación Infantil. Ocurrió solo una vez, durante una fiesta de la facultad y tras unas copas de más. ¡Y qué puntería!

Sólo había practicado sexo una vez y ya tenía el premio en forma de bombo. Tardé muchas semanas en enterarme de qué es lo que me pasaba, se lo ocultaba a mi madre hasta que ya no pude ocultarlo más… Ella, en lugar de enfadarse como haría cualquier otra madre, me apoyó. Muchas veces me había explicado sobre sexo, prácticas y demás… éramos muy abiertas. Y reforzó ese apoyo hasta límites insospechados cuando Fran, al enterarse, decidió cortar conmigo y lavarse las manos.

Me pasé muchas tardes llorando por mi mala cabeza. Aquel día tuve que entrar a ese bar y sentarme por varias horas para calmarme. El día que conocí a Gabriel.


GABRIEL

No voy a negar que sentía atracción sexual por Miriam. Al fin y al cabo, mi fetiche (que comenzó mi querida vecina hace tanto tiempo) eran las embarazadas. Pero no era solo eso, Miriam tenía un aura… me recordaba mucho a Virginia. Supongo que todavía no estaba preparado y tras tantos años no la había olvidado.

El caso es que Miriam me gustaba. Comenzaba, café tras café, a sentir algo por ella. Me excitaba y además conectaba con ella.

Ella sentía algo parecido. Tenía miedo de que me tomase como una figura paterna… por suerte, no ocurrió… se estaba enamorando de mí también. Teníamos casi veinte años de diferencia, pero peores casos se han visto.


MIRIAM

Creo que él tenía miedo de que yo no le aceptase por su edad. Veía cómo me miraba. Comencé a dejar a propósito desabrochados botones de mis camisas en mis citas con él para ver si observaba mis generosos pechos. Lo hacía, con disimulo.

Como sospeché que tendría miedo de acercarse, fui yo la que dio el primer paso. Cuando me estaba contando sus historias de circuitos, cables y no sé qué cosas más, le interrumpí.

Cogí su cara con mis dos manos y dejé que nuestros labios se saboreasen. Vi sus ojos sorprendidos antes de cerrar los míos. Me dejé llevar por la pasión y dejé que nuestras lenguas se conociesen poco a poco.


GABRIEL

El primer beso con Miriam me pilló de sorpresa. Fue ella quién se lanzó. Y menos mal, yo no me atrevía.

Tras eso, comenzamos a quedar cada vez más. Pasó un mes, ella ya estaba en su mes número siete de embarazo, cuando la invité a cenar a mi casa.

Me pasé toda la tarde cocinando y limpiando mi piso. La vida de soltero es lo que tiene, tenía que adecentar mi pequeña estancia para visitas. Preparé un delicioso salmón al horno con zanahoria y calabacines.

Mi piso era pequeño, un baño, cocina, habitación y salón. En el centro del salón organicé la mesa con un mantel rojo impoluto de tela, en el centro puse unas velas para la ocasión.

Estaba acomodando bien el sofá de tres plazas de lino suave beige y los cojines cuando ella llamó.

Eran ya las nueve y nos dispusimos a cenar.


MIRIAM

Llegué a su casa. Aunque él lo descubriría después, iba preparada. Se había pasado limpiando y cocinando toda la tarde. No lo dijo, pero los productos de limpieza amontonados con prisas lo delataban.

Estaba delicioso todo. Nunca un hombre había cocinado para mí. Me gustó que se preocupase por tener todo limpio para mí.

· Me da miedo que esto no salga bien, Gabriel – dije con sinceridad – sé que, aunque soy más joven, tú puedas tener dudas por mi embarazo. No quiero ser una carga para ti. Entenderé si quieres dar un paso al lado.

· Miriam, olvídate de eso. Ni la edad ni tu bombo suponen un problema para mí, de hecho… - paró lo que iba a decir.

· ¿Qué? Termina tu frase – sonreí, tirándole de la lengua.

· Nada, nada, no es nada – me dedicó otra sonrisa.

· ¡Anda, no seas tonto! Termina.

· De hecho, tengo un especial fetiche con las embarazadas, me ponen mucho. Culpa de un antiguo amor casi platónico diría.

· ¿Ah sí? Pues estás de suerte conmigo, entonces. Vas a tener que aprovechar, esto no va a durar mucho – señalé mi barriga.

Ambos nos reímos. Pero yo quería más, no me había preparado para nada. Sabía que él también.

Comencé a desabrochar la ancha camisa que llevaba. Él se quedó quieto. Botón a botón fui descubriendo mi sujetador de algodón negro, copa C, que sujetaban mis enormes pechos. Siempre había sido bastante pechugona, pero el embarazo me los hizo crecer un poco más si cabe.

Me puse de pie y me quité la camisa.

· Ya te lo conté Gabriel, soy inexperta, solo he follado una vez. Y ya ves… Quiero que me enseñes todo lo que sabes.

Mientras pronunciaba estas frases, fui dejando caer al suelo mi pantalón de tela.

Él se levantó de su silla.

· Yo te enseñaré lo que sé, Miriam – me besó – siéntate en el sofá.

Me quitó mis bragas negras a juego. Con mucho esfuerzo, había conseguido depilarme para la ocasión, lo mejor que pude hacer. Mi frondoso vello quedó recortado todo lo que pude, al menos dejé bien mis íngles y reduje el espesor quedando una capa de pocos milímetros encima de mi Monte de Venus y la zona que bordeaba mis labios vaginales.

Gabriel comenzó muy despacio a acariciar el vello de mi pelvis. Me abrió las piernas y comenzó a darme besos por el interior de mis muslos, a lamerlos mientras me seguía acariciando.

Llegó lentamente a mi vagina, comenzó suavemente a lamer los exteriores. De abajo arriba, lametones superficiales. Según mis manos iban agarrando su cabeza y apretando por el placer, él continuó introduciéndola dentro. Movimientos suaves, circulares.

Sabía muy bien cómo hacerlo.

· Eres un experto, Gabriel. Me estás matando de placer. – gemí.

Esa frase hizo que continuase hasta mi clítoris en donde se recreó. Su lengua la recorrió toda, arriba, abajo, en círculos… estaba extasiada.

Agarré con fuerza, con más fuerza su cabeza. Él seguía dándome éxtasis hasta que no pude más.

· ¡Sí, joder! ¡Me corro! ¡¡¡¡Sí!!!! – gemía y gritaba de placer

Mi cadera produjo espasmos mientras él continuó todo el orgasmo lamiendo mi raja.

· ¡Por favor, qué gusto! ¿Quién te ha enseñado a hacerlo así de bien? ¡Es el mejor orgasmo de mi vida!

Me respondió con una sonrisa pícara.

· Ahora tú – le dije mientras desabrochaba sus pantalones y se los bajaba.

También sus boxers grises. Se quedó con su camisa negra puesta y desnudo de cintura para abajo.

· Quiero que me folles. Quiero que tengas un gran orgasmo y termines en mi interior. Una buena relación acaba cuando los dos terminan.

Me coloqué a cuatro patas en el suelo, delante del sofá.

· ¿Estás segura Miriam? ¿No estarás incómoda?

· No, estaré bien. – respondí mientras me colocaba un cojín debajo.

Tenía una polla enorme, gorda y rozando dieciocho centímetros seguramente.

Comenzó muy suave pasando sus dedos por mi coño. Introdujo suavemente la punta solo, me molestaba un poco pero pronto me acostumbré. Él hizo lo posible para ir despacio y que mi vagina se adaptase a su miembro.

Lo sentía caliente. Sacó su glande de dentro y lo introdujo de nuevo, esta vez un poco más, diría que hasta la mitad. Lo volvió a sacar, mi coño se estaba dilatando para él.

· ¡Métela toda! – grité excitada.

Así lo hizo. Con suavidad fue metiendo todo su miembro dentro de mí. Me tenía agarrada por la cadera. Comenzó a empujar lentamente. Mis músculos vaginales estaban espasmódicos, notaba cómo su polla palpitaba dentro de mí. Mis pechos, sueltos al aire boca abajo se balanceaban con su suave movimiento.

La luz que generaban las velas de la mesa hacía ver cómo su sombra oscilaba mientras me follaba.

Soltó mis caderas y se inclinó hacia mí. Pasó su mano acariciando mi bombo antes de llegar a agarrar mi pecho izquierdo. Dio un par de recorridos por mi areola, mi pezón se puso duro, y volvió a agarrarlo entero. Encima de mí, con su mano sujetando mi seno, continuó suavemente entrando y saliendo en mí.

· ¡Vamos, quiero sentirte! No pares.

Noté cómo apretó con un poco más de fuerza mi pecho, cómo daba un empujón más fuerte que los anteriores que anunciaba que su polla comenzaba espasmódica a vaciar su caliente semen dentro de mí. Sentí cada vaciado, cada contracción de su polla en mi interior.

La sacó lentamente, de mi vagina cayeron varias gotas espesas de semen.

Me besó.

· Ha sido fantástico, Miriam.


GABRIEL

Aunque me sentí mal al pensarlo, la primera vez con Miriam me recordó a Virginia. Miriam era estupenda.

Continuamos nuestra relación. Cada vez más afianzada con el paso de las semanas. Fue todo tan rápido que, al mes siguiente me propuso conocer a su madre. Su madre era muy importante en su vida.

Acepté.

Quedamos para comer los tres en un restaurante famoso de la ciudad. Yo llegué primero. Ellas tardaron unos diez minutos.

Al entrar, Miriam venía delante y detrás se descubría ella. Estaba cambiada, más mayor, tenía un mechón blanco en su negra melena larga. La reconocí al instante.

· ¿Virginia?


Continuará...

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