La profesora sustituta: cincuentona y mandona



Los alumnos del Instituto “ValleSol” murmuraban entre sí en la clase, lejanos a lo que estaba por llegar. El bullicio era ensordecedor, varios grupillos formaban jaleo, tirándose papeles y gritando.

La puerta se abrió y, de repente, el silencio se apoderó del aula. Entró imponente, con el pelo largo y oscuro, perfectamente recogido en un moño. Falda a ras de la rodilla ceñida que marcaba sus generosas caderas y blusa blanca, dejando entrever su abultado pecho, sensual a sus 50 años.

Su modo de caminar, como una marcha militar, segura y decidida hizo que su presencia y porte no pasasen desapercibidos a los estudiantes.

Era la nueva profesora sustituta. Se adelantó, mirando fijamente a los ojos a todos.

Seria. Con superioridad.

El grupo parecía intrigado y, a la vez, nervioso. Esta no parecía que fuese otra profesora más a la que hacer la vida imposible, tenía un aura de “mala leche”.

— Soy la profesora Márquez. Aura Márquez —dijo con voz grave—. Aunque os parezca que soy otra sustituta más, que va a pasar lo que queda de curso sin exigiros esfuerzo, estáis equivocados. Ya me han contado vuestras aventuras con los anteriores profesores, no penséis ni por un instante que tengo paciencia para estupideces ni faltas de respeto.

La Sra. Márquez no tardó en comenzar la clase de literatura y, mientras comenzaba su primera explicación, se percató de que la pose de Héctor, recostado en la silla con sonrisa burlona, desafiándola.

Héctor tenía 19 años, repetidor desde no sabe cuánto: el gamberro de la clase. El clásico juerguista que no respeta la autoridad y mostraba, sin vergüenza, su actitud despectiva a los profesores.

— ¿Hay algo que le haga gracia? Señorito… ¿González? ¿Héctor González? —preguntó la profesora sin levantar la vista de sus notas.

Héctor se sorprendió que se supiera ya su nombre y apellidos, apenas llevaba 10 minutos en clase. Claramente le habían hablado de él a la nueva, era famoso, y se jactaba de ello.

— ¿Me está regañando, profe? —respondió en tono desafiante, dejando que su pregunta resonara en sus compañeros que le miraron aguantándose la risa.

La profesora Márquez lo miró directamente, sin el menor atisbo de nerviosismo. Su mirada era tan penetrante que hasta el propio gamberro comenzó a sentir que le perforaba con sus ojos negros.

— No le estoy llamando la atención, señor González. Le estoy invitando a que se comporte y se siente adecuadamente.

El joven se quedó estupefacto. La respuesta de la profesora lo dejó descolocado, pero no le iba a dejar ganar.

— ¿Comportarme? ¿Y si no quiero? —el tono desafiante buscaba la provocación de la mujer.

El resto de la clase estaba expectante, algunos se aguantaban como podían la risa, otros estaban en tensión. Sabían que el coche de trenes era inevitable, Héctor no conocía límites.

La profesora caminó con paso firme hacia su pupitre, al final de la clase. Todos los ojos del aula estaban sobre ella. La tensión se palpaba a cada taconeo que seguía sus pasos. Se situó delante de él, con pose firme y erguida.

— Si no quiere comportares, Héctor González, aténgase a las consecuencias. Aquí no hay juegos. —apoyó sus brazos en el pupitre, dejando que él sintiera su respiración frente a frente.

Héctor se quedó mudo con la mirada y las palabras de la profesora. No puedo evitar bajar su mirada al escote, moreno y con pecas que se perdían entre el canalillo. Intimidado. Pero su persistencia no iba a cambiar ese día.

Cuando la profesora se giró de regreso a su mesa, Héctor se levantó de su pupitre y, en el pasillo entre las filas de estudiantes, se sacó el pene y se agarró fuerte los testículos para mostrárselos a la profesora que se giró cuando oyó sus palabras:

— Haré lo que me salga de los cojones —le replicó mientras se apretaba las pelotas y hacía el helicóptero con su miembro.

Un murmullo recorrió toda la clase, los demás estudiantes observaban la guerra de egos que parecía iba a desatar una explosión más pronto que tarde. Héctor había cruzado una línea y la Sra. Márquez no era de las que se dejan intimidar.

— Guárdese eso y siéntese. — respondió en tono bajo, pero firme, ante la provocación.

Su mirada siguió al chico mientras regresaba a su asiento, guardándose el miembro en su chándal. Su reacción fue más calculada de lo que Héctor se podría haber esperado.

— Al terminar la clase, usted y yo tendremos una charla —le dijo sin levantar la voz.

Los murmullos cesaron en el aula y la clase continuó. La profesora no perdió la compostura en ningún momento. Su actitud dejaba claro que la situación no había terminado. Continuó las explicaciones como si nada hubiera sucedido. Los estudiantes estaban ansiosos para ver cómo se desarrollaría el resto de la clase.

La Sra. Márquez comenzó a hablar sobre literatura y las figuras femeninas más relevantes a lo que Héctor respondió con comentarios inaudibles. Su tono de burla era evidente y el resto de la clase comenzó a reírse entre murmullos.

— ¿Sabéis qué es lo peor? Esas mujeres se creen mejores al resto. Se deberían dedicar a sus cosas, a limpiar y a mantener a los hombres contentos. Una buena mamada de vez en cuando…

La provocación del gamberro no hizo mella en la profesora, que lo ignoró y continuó como si no hubiera ocurrido nada.

Al finalizar la clase, cuando todos recorrían la puerta de salida con sus mochilas a cuestas, frenó en seco a Héctor.

— Tú te quedas aquí un rato —le dijo colocándole la mano en el pecho.

La clase se vació y se quedaron los dos en el aula.

— ¿Me va a castigar? —le preguntó mientras ella cerró la puerta.

Con la calma que la caracterizaba, se sentó en su silla para mantener la mirada fija en Héctor que estaba de pie.

El chico dejó la mochila encima de una mesa y se quedó parado enfrente del escritorio, con las manos en los bolsillos de su chándal negro.

— ¡Venga! ¡Que no tengo todo el día!

— Tú tendrás el tiempo que yo quiera que tengas. No vas a irte tan rápido.

El orgullo de Héctor le decía que no podía dejar que la profesora lo dominara de esa forma.

— ¿Me vas a dar lecciones sobre feminismo?

— No, no le voy a dar lecciones sobre feminismo. Te voy a dar una lección sobre respeto.

Se levantó y a su lado, con un gesto rápido, agarró una silla y se sentó enfrente de él.

— Siéntate ahí —le señaló la otra silla.

Héctor obedeció.

La Sra. Márquez subió su falda hasta la mitad de su muslo y, recostando hacia atrás, abrió bien sus piernas para cruzarlas.

Héctor no podía dar crédito a la situación. Su fachada de malote se estaba tiñendo de inseguridad. La profesora le acababa de enseñar su coño peludo. ¡Iba sin bragas!

— ¿Cómo es eso que había dicho usted? —preguntó mientras pasaba el dedo índice por sus labios de color carmín.

— ¿El qué? —respondió Héctor, nervioso.

Aura Márquez se tomó unos segundos en contestar, dejando que el joven se caldease mirando cómo su dedo había comenzado a bajar por su escote.

“Haré lo que me salga de los cojones” … eso dijo ¿no?

— Sí. Lo dije.

— Enséñemelos

— ¿Cómo?

— Que me enseñe sus cojones

— ¿Estás loca?

Héctor se levantó, incrédulo, y se dispuso a salir. No pensaba seguir con esa tarada mental y hacerle caso.

— Vaya, vaya… tan machote delante de tus colegas… y tan cobarde a solas…

La profesora sabía cómo tocar el orgullo de los chicos malos. Héctor regresó enfrente de ella.

— ¿Esto es lo que quiere ver? — se bajó los pantalones de golpe.

La polla morcillona colgaba grande entre las piernas, el prepucio en modo oso hormiguero coronaba la punta.

— Vaya, vaya… depilado del todo... para eso sí tiene tiempo usted…tóquese —le ordenó.

— Yo me voy, maldita zorra…

Ella se levantó inmediatamente, y pegó su frente contra la de él.

— He dicho que se toque —agarró con su mano su mandíbula—. Sé que me estás mirando los pechos… sé que te has estimulado al ver mi coño… Tó...ca…te, he dicho.

Con ella enfrente, Héctor comenzó a menearse la polla. Su torno de burla reapareció.

— Si ya lo sabía yo… las mujeres mejor que os dediquéis a follar —se regocijaba mientras su polla se empalmaba.

La reacción de Aura no se hizo esperar y le agarró los testículos con la mano, apretándolos hasta el límite del dolor.

— Siga masturbándose —le ordenó.

Estaba confuso. La mezcla de autoridad, dominación, su rebeldía, sus ganas de follar, el dolor en sus pelotas, el pecho de su profesora rozando su pecho… Un batido de emociones…

Siguió masturbándose como le ordenó.

— Usted va a aprender autoridad. Usted va a seguir mis instrucciones… ¿entendido?

Héctor asintió, parte por el miedo que le estaba dando la mujer y parte por la esperanza de follársela.

La mujer se levantó, agarró la regla larga que se posaba en la repisa del encerado, y se acercó a él.

— ¡Pare de tocarse!

Obedeció con rapidez. Su polla quedó colgando erecta, balanceándose todavía por la inercia de sus tocamientos.

La Sra. Márquez acercó la regla desde lejos y tocó la punta.

— Baje el prepucio.

Obedeció, con un lento movimiento con su índice y pulgar bajó la piel para descubrir el glande.

— ¡Ostia puta! —gritó con una mezcla de dolor y gusto cuando Aura le propinó un golpe con el plástico.

— Usted se cree muy gracioso, ¿verdad? Usted no sabe ni usar lo que tiene entre las piernas, mocoso…

Pegó con fuerza contra su pubis la regla, dejando debajo la polla.

— 18 centímetros… Tan grande y usted tan inútil… qué pena…

— Tú no sabes lo que puedo hacer con ella… cientos de mujeres se han quedado satisfechas con mi polla. No sabe cuántas mamad….¡¡¡OSTIAS!!! —recibió otro latigazo.

La profesora comenzó a reírse, burlona, de sus palabras.

— ¿Cientos dice? Jajaja brabucón y mentiroso… venga aquí.

La mujer se subió la falda hasta la cintura y se sentó en el borde del escritorio, con las manos posadas en la madera. Se abrió de piernas, el matojo de pelo rizado, negro, vigoroso dejaba entrever los labios de su vagina, grandes y sobresaliendo en un tono marrón por los bordes y rosado hacia su interior.

— ¡Acérquese! —le ordenó.

Héctor se colocó entre sus piernas, la esperanza de metérsela iba en aumento.

— ¡Continúe!

El muchacho agarró de nuevo su polla y trató de dirigirla hacia el coño de la profesora.

— ¡No se confunda! Continúe masturbándose —le paró con la mano en el pecho cuando él intentaba penetrarla.

Héctor continuó masturbándose, con su polla rozando el vello púbico de la Sra. Márquez, rozando con su mano en cada masturbación su vagina.

— Le permito que frote su glande… adelante.

Sin pensárselo, acercó la punta hacia sus labios vaginales y frotó contra ellos su miembro. De arriba hacia abajo, dejando que la humedad de su coño le humedeciese, de abajo hacia arriba, sintiendo en alta fidelidad los pelos entre su glande.

— Métala, solo unos centímetros.

“Al fin”, pensaba él. “Por fin iba a follársela”.

Ni tan siquiera había metido la mitad cuando ella le frenó, otra vez, en seco.

— Suficiente. Regrese atrás y continúe.

— ¿No me dejas follarte?

— No le he dejado nunca, mocoso… se necesita ser más hombre para “follarme” como dice usted… continúe masturbándose.

Contrariado, frustrado y excitado, continuó pajeándose. Con la punta de su polla en el pubis, en el vello de su profesora.

Ella agarró la larga regla y, sin interrumpirle, le azotó en su cadera.

— ¡Más rápido, hágalo más rápido! — le propinó otro latigazo.

Él obedeció. Su mano aceleraba el paso en su polla.

— ¡Vamos, mocoso!

Él continuó, en medio de los golpes que le estaban marcando la piel.

Ella cada vez golpeaba más fuerte, hasta que él no pudo más.

— AAAAHHHH —gimió.

Un chorro de semen cayó en el pubis de la Sra. Márquez. Varios meneos de cadera del chico prosiguieron al resto de su corrida, que caía espesa y se mezclaba entre su pelo rizado.

— Al menos sí tiene usted un buen final —le puso la regla en la barbilla, levantándosela.

— Profesora… ¿repetiremos? ¿Dejará que la folle?

Ella frunció la mirada y con un tono serio, reprochador le contestó.

— ¿Acaso crees que hemos terminado? ¡Limpia lo que has derramado!

Le agarró por la sudadera del chándal y le dirigió a su coño. Le hizo limpiar con su lengua todo el semen que había derramado encima de ella.

Mientras terminaba el trabajo con su lengua, la mujer inclinó su cabeza hasta atrás. Los lametones en tarea de limpieza pasaban por su clítoris y la extasiaron, llegó a un orgasmo que contuvo para no mostrar debilidad ante su alumno.

— Ahora sí —le dijo colocándose la falda—. Le veo mañana en clase, espero haya aprendido un poco de respeto.

— ¿Follaremos? —preguntó él, desesperado.

La mirada impasible de la mujer no cambió ante la repetida pregunta.

— Váyase, Sr. González… váyase…

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